lunes, 12 de octubre de 2009

Reine JEANNE LA FOLLE DE CASTILLE,






natal

natal y asc.

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Reine JEANNE LA FOLLE DE CASTILLE,
née le 6 novembre 1479 à 06h30 à Tolède (Espagne)
Soleil en 22°36 Scorpion, AS en 18°38 Scorpion,
Lune en 13°14 Lion, MC en 29°13 Lion


Juana I de Castilla, conocida como Juana la Loca (Toledo, 6 de noviembre de 1479Tordesillas, 12 de abril de 1555), fue reina de Castilla de 1504 a 1555. Fue primero infanta de Castilla y Aragón, luego archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña y Brabante y condesa de Flandes. Finalmente, reina propietaria de Castilla y de León, de Galicia, de Granada, de Sevilla, de Murcia y Jaén, de Gibraltar, de las islas Canarias y de las Indias Occidentales (15041555), de Navarra (15151555) y de Aragón, de Nápoles y Sicilia (15161555), además de otros títulos como condesa de Barcelona y señora de Vizcaya, títulos heredados tras la muerte de sus padres, con lo cual unió definitivamente las coronas que conformaron España, a partir del 25 de enero de 1516, convirtiéndose así en la primera reina de España junto con su hijo Carlos I.


Doña Juana, infanta de Castilla y de Aragón

De la casa de Trastámara, la reina Juana fue la tercera hija de Fernando II el Católico y de Isabel I la Católica. El 6 de noviembre de 1479 nació en la antigua capital visigoda de Toledo y fue bautizada con el nombre del santo patrón de su familia, al igual que su hermano mayor, Juan.

Desde pequeña fue muy inteligente, recibió una esmerada educación propia de una infanta e improbable heredera de Castilla basada en la obediencia más que en el gobierno, a diferencia de la exposición pública y las enseñanzas del gobierno requeridos en la instrucción de un príncipe. En el estricto e itinerante ambiente de la Corte Castellana de su época, Juana fue alumna aventajada en comportamiento religioso, urbanidad, buenas maneras y manejo propios de la corte, sin desestimar artes como la danza y la música, entrenamiento como jinete y el conocimiento de lenguas romances propias de la península Ibérica además del francés y latín. Entre sus principales preceptores se encontraban el sacerdote dominico Andrés de Miranda, la amiga y tutora de la reina Isabel, Beatriz Galindo, apodada «la Latina», y, por supuesto, su madre. Aunque Isabel la Católica procuró vigilar la educación de sus hijos, sus deberes de gobierno no pudieron dejar mucho tiempo para ocuparse de una hija a la que, según T. de Azcona, «nunca llegó a entender y dirigir».

El manejo de la casa de la infanta y, por ende, de su ambiente inmediato, estaba totalmente dominado por sus padres. La casa incluía personal religioso (confesor, sacristán, limosnero y capellanes), oficiales administrativos (mayordomos, camareros, caballerizos, todos estos con distinta graduación, además de un contador, un tesorero y un secretario), personal encargado de la alimentación (cocineros, ballesteros de maza, maestresala, panadero, repostero, coperos y catadores), personal preocupado de la salud y protección y personal de servicio (criadas y esclavas canarias), meticulosamente seleccionados por sus padres sin intervención de ella misma. A diferencia de Juana, su hermano, don Juan de Aragón, Príncipe de Asturias y de Gerona, comenzó a hacerse cargo de su casa y de posesiones territoriales como entrenamiento en el dominio de su futuro Reino.

Archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña y Brabante y condesa de Flandes

Contrato matrimonial entre Juana y Felipe el Hermoso (1495). Archivo General de Simancas.

Como ya era costumbre en la Europa de esos siglos, Isabel y Fernando negociaron los matrimonios de todos sus hijos con el fin de asegurar sus objetivos diplomáticos y estratégicos. Conscientes de las aptitudes de Juana y de su posible desempeño en otra corte, así como la necesidad de reforzar los lazos con el Sacro Emperador Romano Germánico, Maximiliano I de Habsburgo, contra los cada vez más hegemónicos monarcas franceses de la dinastía Valois, ofrecieron a Juana para su hijo, Felipe, archiduque de Austria, duque de Borgoña, Brabante, Limburgo y Luxemburgo, conde de Flandes, de Habsburgo, de Hainaut, de Holanda, de Zelanda, Tirol y Artois, y señor de Amberes y Malinas entre otras ciudades. A cambio de este enlace, los Reyes Católicos pedían la mano de la hija de Maximiliano, Margarita de Austria, como esposa para el príncipe Juan. Anecdóticamente, Juana ya había sido considerada por el Delfín Carlos, heredero del trono francés, de la Dinastía Valois, y en 1489 pedida en matrimonio por el rey de los escoceses, Jacobo IV, de la Dinastía Estuardo.

En agosto de 1496, la futura archiduquesa partió desde la playa de Laredo, Cantabria, en una de las carracas genovesas al mando del capitán Juan Pérez. Pero la flota también incluía, para demostrar el esplendor de la Corona Castellana a las tierras del norte y su poderío al hostil rey francés, otros 19 buques, desde naos a carabelas, con una tripulación de 3.500 hombres.[2] Juana fue despedida por su madre y hermanos, e inició su rumbo hacia la lejana y desconocida tierra flamenca, hogar de su futuro esposo. La travesía tuvo algunos contratiempos que, en primer lugar, la obligaron a tomar refugio en Portland, Inglaterra, el 31 de agosto. Cuando finalmente la flota pudo acercarse a Middelburg, Zelanda, una carraca genovesa que transportaba a 700 hombres, las vestimentas de Juana y muchos de sus efectos personales, chocó contra un banco de piedras y arena y se hundió.[3]

Juana, por fin en las tierras del norte, no fue recibida por su prometido, que se encontraba en Alemania. Ello se debía a la oposición de los consejeros francófilos de Felipe a las alianzas de matrimonio pactadas por su padre el Emperador. Aún en 1496, los consejeros albergaban la posibilidad de convencer a Maximiliano de la inconveniencia de una alianza con Castilla y las virtudes de una alianza con Francia. El ambiente de la corte con el que se encontró Juana era radicalmente opuesto al que ella vivió en su Castilla natal. Por un lado, la sobria, religiosa y familiar corte castellana contrastaba con la festiva, desinhibida e individualista corte borgoñona-flamenca. En efecto, a la muerte de la emperatriz María de Borgoña, la casa de Felipe, de 4 años, había sido rápidamente dominada por los grandes nobles borgoñones, principalmente a través de consejeros adeptos y fieles a sus intereses. A diferencia de Castilla, las grandes decisiones eran tomadas de acuerdo con los fines de estos importantes nobles a través del influenciable Felipe.

Aunque los futuros esposos no se conocían, se enamoraron locamente al verse. No obstante, Felipe pronto perdió el interés en la relación, lo cual hizo nacer en Juana unos celos patológicos. Al poco tiempo llegaron los hijos, que agudizaron los celos de Juana. El 24 de noviembre de 1498, en la ciudad de Lovaina, cerca de Bruselas, nació su primogénita, Leonor, llamada así en honor a la abuela paterna de Felipe, Leonor de Portugal. Juana vigilaba a su esposo todo el tiempo, y pese al avanzado estado de gestación de su segundo embarazo, del que nacería Carlos (llamado así en honor al abuelo materno de Felipe, Carlos el Temerario), el 24 de febrero de 1500, asistió a una fiesta en el palacio de Gante. Aquel mismo día tuvo a su hijo, según se dice, en los lavabos del palacio. Al año siguiente, el 18 de julio de 1501, en Bruselas, nació su tercera hija, llamada Isabel en honor a su abuela materna, Isabel la Católica.

Reina de Castilla

Juana I de Castilla por Juan de Flandes.

Muertos sus hermanos Juan (1497) e Isabel (1498), así como el hijo de ésta, el infante portugués Miguel (1500), Juana se convirtió en heredera de Castilla y Aragón, siendo jurada junto a su esposo por las cortes en Toledo el 22 de mayo de 1502.[4] Cuando en 1503 su marido, Felipe, se marchó a Flandes a resolver unos asuntos,dejando a Juana en plena gestación, parece ser que se agravó su estado mental. Decidió entonces partir a Castilla junto a sus padres, especialmente por petición de su madre, preocupada por su estado de salud, pues estaba encinta por cuarta vez. En Bruselas se quedaron sus tres hijos mayores. El 10 de marzo de 1503, en la ciudad de Alcalá de Henares, cerca a Madrid, dio a luz un hijo, al que se llamó Fernando en honor a su abuelo materno, Fernando el Católico.

Muerta la reina Isabel (26 de noviembre de 1504), se planteó el problema de la sucesión en Castilla. Su padre Fernando la proclamó reina de Castilla y tomó las riendas de la gobernación del reino acogiéndose a la última voluntad de Isabel la Católica.

Pero el marido de Juana, el archiduque Felipe no estaba por la labor de renunciar al poder y en la concordia de Salamanca (1505) se acordó el gobierno conjunto de Felipe, Fernando el Católico y la propia Juana. Juana resolvió retirarse temporalmente a la corte de Bruselas, donde el 15 de septiembre de 1505 dio a luz a su quinto hijo, una niña llamada María.

A la llegada del matrimonio de los Países Bajos, se manifestaron las malas relaciones entre el yerno (apoyado por la nobleza castellana) y el suegro de modo que por la concordia de Villafáfila (junio de 1506), Fernando se retiró a Aragón y Felipe fue proclamado rey de Castilla en las Cortes de Valladolid con el nombre de Felipe I. El 25 de septiembre de ese año muere Felipe I el Hermoso supuestamente envenenado, y entonces aumentan los rumores sobre el estado de locura de Juana. En ese momento Juana decidió trasladar el cuerpo de su esposo, desde Burgos, el lugar donde había muerto y en el que ya había recibido sepultura, hasta Granada, tal como él mismo lo había dispuesto viéndose morir (excepto su corazón que deseaba que se mandase a Bruselas, como así se hizo), viajando siempre de noche. La reina Juana no se separará ni un momento del féretro, y este traslado se prolongará durante ocho fríos meses por tierras castellanas. Acompañan al féretro gran número de personas entre las que hay religiosos, nobles, damas de compañía, soldados y sirvientes diversos que, cual procesión sirve ésta para que las murmuraciones sobre la locura de la reina aumenten cada día entre los habitantes de los pueblos que atraviesan. Después de unos meses, los nobles «obligados» por su posición a seguir a la reina, se quejan de estar perdiendo el tiempo en esa «locura» en lugar de ocuparse como debieran de sus tierras. En la ciudad de Torquemada (Palencia), el 14 de enero de 1507, da a luz a su sexto hijo y póstumo de su marido, una niña bautizada con el nombre de Catalina.

Escudo de Juana I de Castilla.

Ante el evidente desequilibrio mental de la reina, Fernando vuelve a ser regente de Castilla ante el llamamiento del Cardenal Cisneros, dada la creciente inestabilidad propiciada por la nobleza.

La demencia de la reina seguía agravándose. No quería cambiarse de ropa, no quería lavarse y finalmente, su padre decidió a encerrarla en Tordesillas el mes de enero del año 1509, para evitar que se formase un partido nobiliario en torno de su hija,[5] encierro que mantendría su hijo Carlos I más adelante.

En 1515 su padre, Fernando II de Aragón, cede a Castilla el Reino de Navarra, que había conquistado tres años antes.

En 1516 murió Fernando II el Católico, y por su testamento, Juana se convirtió en reina nominal en Aragón, pero varias instituciones de la Corona aragonesa no la reconocían como tal en virtud de la complejidad institucional de los fueros; entretanto su hijo Carlos se benefició de la coyuntura de la incapacidad de Juana para proclamarse rey, aprovechándose de la legitimidad que tenía su madre como heredera de los Reyes Católicos en Castilla y en Aragón, de forma que se añadió él mismo a los títulos reales que les correspondían a su madre. Así oficialmente, ambos, Juana y Carlos, correinaron en Castilla y Aragón, de hecho, ella nunca fue declarada incapaz por las Cortes Castellanas ni se le retiró el título de Reina. Mientras vivió, en los documentos oficiales debía figurar en primer lugar el nombre de la reina Juana. A la muerte de Fernando el Católico, ejerció la regencia de Aragón el arzobispo de Zaragoza, don Alonso de Aragón, hijo natural de Fernando el Católico y en Castilla el Cardenal Cisneros hasta la llegada de Carlos desde Flandes.

Retiro a Tordesillas

Desde que su padre la recluyera, la reina Juana permaneció en una casona-palacio de Tordesillas hasta que murió, el 12 de abril de 1555, después de 46 años de reclusión forzosa y siempre vestida de negro, con la única compañía de su última hija, Catalina (hasta que salió ésta para casarse con Juan III de Portugal), ninguneadas y maltratadas física y psicológicamente por sus servidores. Especialmente duros fueron los largos años de servicio de los marqueses de Denia, Bernardo de Sandoval y Rojas y su esposa, que daban preferencia a sus propias hijas antes que a la reina Juana y a Catalina, hermana del emperador. El marqués cumplió su función con más celo y eficacia del que hubiera sido necesario, como parecía jactarse en carta dirigida al emperador y que comentaba N. Sanz y Ruiz de la Peña. En esa carta, el marqués aseguraba que, aunque doña Juana se lamentaba constantemente diciendo que la tenía encerrada «como presa» y que quería ver a los grandes, «porque se quiere quejar de cómo la tienen», el rey debía estar tranquilo, porque él controlaba la situación y sabía dar largas a esas peticiones. Todo ello demuestra, como señala Manuel Fernández Álvarez, que el confinamiento de doña Juana era cuestión de Estado, y así lo vieron tanto el Rey Católico como Carlos I. Si Juana no gobernaba era por incapacidad mental. Pero si se empezaba a rumorear que la reina estaba cuerda, los adversarios del nuevo rey afirmarían que era un usurpador. De ahí que la figura de doña Juana se convirtiera en una pieza clave para legitimar el movimiento de las Comunidades.

Nunca más se le permitió salir del palacio de Tordesillas, ni siquiera para visitar la tumba de su esposo a escasa distancia de palacio durante un tiempo, antes de su traslado definitivo a Granada, ni a pesar de que en Tordesillas se declarara la peste. Su padre Fernando y, después, su hijo Carlos, siempre temieron que si el pueblo veía a la reina, la legítima soberana, se avivarían las voces que siempre hubo en contra de sus respectivos gobiernos.

Movimiento comunero

El levantamiento comunero (1520) la reconoció como soberana en su lucha contra Carlos I. Sin embargo, la reina nunca tomó partido en esta guerra.

Después del incendio de Medina del Campo, el gobierno del cardenal Adriano de Utrech se tambaleó. Muchas ciudades y villas se sumaron a la causa comunera, y los vecinos de Tordesillas asaltaron el palacio de la reina obligando al marqués de Denia a aceptar que una comisión de los asaltantes hablara con doña Juana. Entonces se enteró la reina de la muerte de su padre y de los acontecimientos que se habían producido en Castilla desde ese momento. Días más tarde Juan de Padilla se entrevistó con ella, explicándole que la Junta de Ávila se proponía acabar con los abusos cometidos por los flamencos y proteger a la reina de Castilla, devolviéndole el poder que le había sido arrebatado, si es que ella lo deseaba. A lo cual doña Juana respondió: «Sí, sí, estad aquí a mi servicio y avisadme de todo y castigad a los malos». El entusiasmo comunero, después de esas palabras, fue enorme. Su causa había de ser legitimada por el apoyo de la reina.

A partir de ahí el objetivo de los comuneros sería, en primer lugar demostrar que doña Juana no estaba loca y que todo había sido un complot, iniciado en 1506, para apartarla del poder; y después, que la reina, además de con sus palabras, avalara con su firma los acuerdos que se fueran tomando. Para ello, la Junta de Ávila, se trasladó a Tordesillas, que se convertiría por algún tiempo, en centro de actuación de los comuneros. Después de estos cambios, todos, incluso el cardenal, afirmaban que doña Juana «parece otra» porque se interesaba por las cosas, salía, conversaba, cuidaba de su personal y, por si fuera poco, pronunciaba unas atinadas y elocuentes palabras ante los procuradores de la Junta. Palabras que, una vez refrendadas, se comenzaron a difundir. La cuestión en este caso sería averiguar si esas afirmaciones las realizó la reina en la forma en que se recogieron por los notarios presentes, puesto que las expresiones —como señala J. Pérez— se parecen demasiado a las afirmaciones que formulaban los comuneros. Pero la Junta necesitaba algo más que palabras de la reina, necesitaba documentos, necesitaba la firma real para validar sus actuaciones. Una firma que podía suponer el final del reinado de Carlos, como recuerda a éste el cardenal Adriano: «si firmase su alteza, que sin duda alguna todo el Reino se perderá». Pero en esto los comuneros, como antes los partidarios del rey, tropezaron con la férrea negativa de doña Juana, a la que ni ruegos, ni amenazas hicieron firmar papel alguno.

A finales de 1520, el ejército imperial entró en Tordesillas, restableciendo en su cargo al marqués de Denia. Juana volvió a ser una reina cautiva, como aseguraba su hija Catalina, cuando comunicaba al emperador que a su madre no la dejaban siquiera pasear por el corredor que daba al río: «y la encierran en su cámara que no tiene luz ninguna».

La vida de doña Juana se deterioró progresivamente, como testimoniaron los pocos que consiguieron visitarla. Sobre todo cuando su hija menor, que procuró protegerla frente al despótico trato del marqués de Denia, tuvo que abandonarla para contraer matrimonio con el rey de Portugal.

Desde ese momento los episodios depresivos se sucedieron cada vez con más intensidad. De su apatía apenas le sacaban las visitas de su hijo el emperador o de sus nietos.

La Demencia de Doña Juana (1867), de Lorenzo Vallés. Museo del Prado (Madrid).

Muerte de Doña Juana

En los últimos años, a la enfermedad mental se unía la física, teniendo grandes dificultades para caminar. Entonces volvió a hablarse de su indiferencia religiosa, llegándose incluso a comentar que podía estar endemoniada. Por ello, su nieto Felipe pidió a un jesuita, el futuro san Francisco de Borja, que la visitara y averiguara qué había de cierto en todo ello. Después de hablar con ella, el jesuita aseguró que las acusaciones carecían de fundamento y que, dado su estado mental, quizá la reina no había sido tratada adecuadamente. Algo después, tuvo que volver el santo a visitarla, pero en esta ocasión para confortarla en el momento de su muerte. Y lo hizo tan bien, que incluso se afirmó que la reina había recuperado la razón, por haber encontrado —dice san Francisco de Borja— «muy diferente sentido en las cosas de Dios del que hasta allí se había conocido en su Alteza». Falleció en Tordesillas (Valladolid) en 12 de abril de 1555, a los 76 años.

Doña Juana la Loca (1877), de Francisco Pradilla y Ortiz. Museo del Prado (Madrid).

La reina Juana y el Romanticismo

La figura de la reina Juana fue muy atractiva para el romanticismo, porque reunía una serie de características muy queridas por éste: La pasión arrebatadora de un amor no correspondido, la locura por desamor, los celos desmedidos y la necrofilia. Tanto fue así, que numerosos artistas consagraron alguna de sus obras al personaje de Juana la Loca: Eusebio Asquerino y Gregorio Romero (Felipe el Hermoso), Manuel Tamayo y Baus (Locura de amor), Emilio Serrano (Doña Juana la Loca), Lorenzo Vallés (La demencia de doña Juana de Castilla), (Juana la Loca Tragedia en Cuatro Actos) por Santiago Sevilla. Pero, sin duda, la obra más famosa inspirada en la reina fue el cuadro Doña Juana la Loca (1877), de Francisco Pradilla y Ortiz, actualmente en el Museo del Prado

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